Siempre le pasaba lo mismo, y a decir verdad, ya estaba un poquito harta de la situación en general: de la indecisión masculina, y de su propia insatisfacción. De nada le servía emperifollarse, tirarse el placard encima y acicalarse con los mejores perfumes, resaltando su ya de por sí impactante belleza física, si al final los hombres que le gustaban no le daban ni la hora. Se cargaba sobre los hombros a una interminable serie de pesados y babosos que no la dejaban en paz, que proclamaban groserías a su paso, o que con todos juntos -como una versión criolla y femenina del Dr. Víctor Frankenstein- no conseguiría armar uno solo que valiera la pena.
Como cada mañana, tomaba el remozado tren de trocha angosta rumbo a su trabajo, donde se desempeñaba como selectora de personal de una importante empresa mayorista de perfumerías, eligiendo entre cientos de postulantes los mejores perfiles para designar promotoras, vendedoras, encargadas de sucursal… Y como cada mañana, se exponía a las miradas de los demás; en especial, esas miradas masculinas que la desnudaban impunemente a la distancia, fantaseando en aplicar con ella la más sofisticada galería de perversiones, pero que jamás osarían acercarse, al menos no de una manera galante, como a ella le gustaría que la abordasen, transmitiéndole un afecto verdadero, más allá de cualquier insolencia –con las que sus admiradores se resguardaban de una posible reacción de conformidad seductora de su parte-.
“Manga de cagones”, solía pensar ella, volviéndose a mirar en ese espejito de mano que consultaba varias veces al día, comprobando que no se le hubiera corrido el maquillaje –Revlon, obviamente-. “Ellos se lo pierden”.
Pero
nunca descansaba, aunque se sintiese continuamente defraudada por el
sexo opuesto. Y aunque por la noche despotricara telefónicamente con
sus amigas, izando en alto la inevitable frase “ya no hay hombres”,
a la mañana siguiente volvía a convertirse en la hermosa y elegante
profesional que acude a su trabajo en tren, con el consabida
ejercicio cotidiano de espantar a los bichos que se le acercaran en
busca de una supuesta miel que muy pocos habían tenido el placer de
degustar.
Sentada
del lado del pasillo, en un vagón bastante lleno, sentía posarse
sobre su cuerpo las miradas masculinas que habían conseguido
divisarla en el andén. A su lado, el sexagenario dormitaba con el
diario entre sus manos, sin prestarle la mínima atención. Un par de
adolescentes, engalanadas con ropa informal de marcas caras,
conversaban y reían estridentes, desplegando su natural explosión
hormonal, para que las registrase todo el pasaje. Ella, que no se
había levantado con el mejor humor –luego de una infinita noche de
insomnio, sintiéndose vacía y sola-, las miraba con atención y
suspiraba. ¡Quién pudiera volver a tener 18 años, pujantes y
despreocupados! Con esa energía ilimitada, esa ansiedad por
devorarse el mundo, un lozana juventud que a esa edad siempre parecía
eterna… Volvió a suspirar, sumiéndose en sí misma, olvidando el
clásico jueguito histérico que cada mañana desplegara en su
trayecto al trabajo. Una creciente melancolía comenzó a embargarla
a pasos agigantados.
¿Cuántas veces fantaseó con tener el cuerpo que luciera hace más de 15 años? Siempre había sido una mujer bonita, pero la consistencia de sus músculos y la tersura de su piel habían ido desvaneciéndose con el cruel transcurso del tiempo. No es que se mirase al espejo y descubriese a una vieja en su lugar, pero ya no se sentía la inquieta jovencita que alguna vez había sido, hermosa pero inexperta, cautivadora de las miradas desde siempre.
Apeló
por enésima vez al espejito de mano. El maquillaje resaltaba sus
mejores virtudes, pero también ocultaba las pequeñas imperfecciones
faciales, esas malditas arruguitas que una vez aparecidas jamás la
abandonarían. ¿Quién podría sentirse lacerada en su autoestima
con semejante porte, con esa figura de una hermosura avasallante, que
dejaba boquiabierto a más de uno? Ella. Se sentía tan disconforme
con esos diminutos detalles que cualquier ostentación de sus curvas
nada podía hacer al respecto.
Inmersa
en tales pensamientos, apenas registró la manito que pasaba a su
lado y le dejaba con un leve aleteo sobre el antebrazo una estampita
de la Virgen Desatanudos y un calendario con la colorida efigie de un
osito infantil que proclamaba “Te quiero mucho”. Alzó la vista y
alcanzó a ver el perfil de una niñita de cabello hirsuto y mejillas
sucias que se alejaba a los tumbos entre la gente, como si no hubiese
nadie alrededor, como si toda esa gente adulta que la rodeaba no
existiese y sólo atravesase un bosque poblado de maniquíes
inanimados.
Su mirada se alejó por el pasillo, siguiendo esa cabecita que se bamboleaba a un lado y el otro, eludiendo siluetas de pie. A su ya de por sí creciente melancolía se sumó una nueva inquietud, que ya le carcomiera el corazón desde hacía tiempo, y se presentó de improviso en una sola pregunta: “¿Cómo sería ser mamá?”
Durante años había sentido que los hombres se le acercaban a fin de conseguir pasar un buen momento, satisfacer sus ansias sexuales, y luego deshacerse en huecas y vanas promesas de reencuentro que jamás se concretaban. Pocos eran los que deseaban mantener el contacto con ella, pero en su fuero más íntimo no sentía que pudiesen reunir las condiciones que ella buscaba para conformar una pareja estable, que la contuviera, que le brindase todo su amor de manera contundente, que la siguiese amando luego de haberse acostado juntos, que pudiera eternizar el momento del amor más allá de la pasión. Y esa falta, ese vacío casi existencial, la sumía en el mayor de los abismos. Necesitaba del otro, más no sólo de su mirada. Demandaba el afecto, la presencia, el calor de ese otro que la hiciera sentir querida, además de convertirla en una verdadera mujer.
Sus deseos de perenne belleza parecieron extinguirse dentro del emergente ensueño de una panza redonda y lozana; por sobre todas las cosas: viva. El fruto del amor que le brindase un hombre de verdad, alguien con los huevos bien puestos, que se jugase por entero al estar junto a ella en todo momento. La emoción amenazó con desbordarse a través de sus párpados entrecerrados. “Voy a quedar con la cara a la miseria”, pensó, al tiempo que manoteaba el espejito y se enjugaba las primeras lágrimas con un pañuelo de papel.
De pronto, sintió a su lado nuevamente la presencia de la niñita, retirando con aire ausente los calendarios y estampitas. El aire desaliñado de aquella carita, arrasada por el desamor, la llenó de una congoja inenarrable. Y sin pensarlo siquiera, sin amagar acaso a abrir la cartera y ofrecerle algunas monedas a cambio casi de nada, estiró su mano y le aferró un bracito, gesto frente al cual la niñita reaccionó volviendo la cabeza violentamente hacia ella, a la espera de algún inesperado peligro, quizá evocando en un solo segundo los golpes y maltratos recibidos al final del día, cuando llegaba el momento de volver a casa y entregar las monedas recibidas, que la mayor parte de las veces escaseaban –más no así el dolor-.
Ella
esbozó una amplia sonrisa, forzada a causa de las lágrimas, pero
intensa desde lo más profundo de su corazón, y sin decirle una
palabra, la acercó hacia ella con infinita ternura, apoyó su mano
libre sobre uno de los hombros de la niñita, y le besó la frente.
La pequeña, con un rostro signado por la indiferencia, sorprendida
pero sin emitir expresión de cariño alguna, parpadeó perpleja y
permaneció inmóvil, sin intenciones de alejarse, más curiosa que
asustada, contemplando a esa hermosa mujer cuyo rostro acicalado se
veía surcado por gruesas e incontenibles lágrimas, que estropeaban
sin piedad esa elaborada capa de maquillaje.
Y
por primera vez en mucho tiempo, a aquella elegante y eficiente
selectora de personal nada le importó menos que las miradas de los
demás.

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