Diez de la mañana sobre la pampa húmeda. El primer sol primaveral reverdece en las copas de los árboles, el trino de los pájaros adormece la visión del caminante, y la llanura es cortada por la mitad por una tenue línea irregular. Son los restos del antiguo ramal de trocha angosta del ex Ferrocarril General Manuel Belgrano, desmantelado desde hace décadas, descomponiéndose en medio del paisaje como el atroz cadáver de un pordiosero sin nombre.
De
pronto, sobre la monotonía del horizonte comienza a distinguirse una
silueta que se acerca, sin prisa pero sin pausa. Al comienzo se
asemeja a una aparición espectral, difusa, intangible. Pero a poco
de avanzar, se concretiza, sólida, oscura, con una vaga oscilación
que recuerda al rítmico sube y baja de los pistones de un motor de
combustión. Sobre aquel paisaje desolado se materializa una zorra
ferroviaria manual, impulsada por un par de siluetas, esforzadas y
persistentes.
Poco
a poco van delineándose las figuras: son un par de hombres, vestidos
con deslucidos mamelucos grises, moviéndose con una monotonía tan
decidida como sudorosa. De espaldas a la vía, con la vista fija en
el ayer, Eduardo Coiro –alias “Educoiro”- mueve la palanca
arriba y abajo, con un brillo alucinado en la mirada y un peso
inimaginable sobre ambos brazos, ya casi acalambrados. De cara al
futuro, dejando atrás un pasado que ya no volverá, Alberto Di
Matteo –alias “Aldima”- reproduce el movimiento alternado de su
compañero, resoplando mientras hombros y espalda se le contracturan,
y deja vagar la imaginación como una sutil manera de que el impulso
cobre mayor fuerza.
-¡Vamos,
Di Matteo, no me afloje! -, exclama Coiro. -¡Hay que volver a fundar
estos ramales ferroviarios, olvidados por la desidia de los
prostitutos de siempre!
-No
sé cómo vamos a llegar hasta el final -, replica Di Matteo, con un
quejoso murmullo y la vista fija en la palanca. -¿Quién más va a
sumarse en esta patriada?
-¡Eso
no importa, compañero! ¡Hay que trazar un camino, crear con
sentimiento, desplegar el sueño y la fantasía sobre este bendito
país!-. Y de pronto, suelta la mano derecha, eleva la vista al
cielo, y apunta hacia arriba con el dedo índice, cual si pontificara
sobre una tribuna política: -¡Hagamos el esfuerzo, carajo! ¡Claro
que vale la pena! ¡Nos cansaremos de triunfar!
Di
Matteo también suelta su mano derecha, pero para tomar un marcador
que lleva sobre el bolsillo superior izquierdo, y con él comenzar a
garabatear las inspiradas frases de su amigo sobre la manga izquierda
de su mameluco, que luego transcribirá oportunamente, elaborando
inspirados textos que los movilicen a soñar a ambos –y a sus
lectores- con estar dando los primeros pasos para el lanzamiento de
una revolución cultural que rescate aquellas antiguas glorias de un
país que quizá ya no exista, pero que bien vale la pena homenajear.
Resopla agotado, guarda el marcador en el bolsillo, y continúa
impulsando la zorra hacia delante, inclinando la cabeza.
Sólo
entonces descubre el singular detalle, incrédulo por no haber
reparado en ello antes. Lo que se extiende a espaldas de Coiro, en
esa porción de llanura que aún no han recorrido pero que se les
avecina a gran velocidad, son las carcomidas ruinas de lo que otrora
fuese una vía: fragmentos de rieles oxidados, tacos de durmientes
comidos por las termitas, pajonales por doquier… ¿Cómo es posible
que se lancen hacia semejante incertidumbre, sin sucumbir en el
intento? Sin embargo, al hundir la cabeza entre los hombros y espiar
a través de sus piernas flexionadas, advierte que debajo del paso de
la zorra, por detrás del impulso que van desgranando sobre la pampa
húmeda, los rieles brillan con una intensidad inusual, como si los
hubiesen acabado de fijar al suelo, aunque relucientes por el uso
continuo.
-¡Refundemos
un proyecto ferroviario, aunque sólo sea en el plano de nuestros
sueños, con la mágica potencia de la literatura!-, vocifera Coiro
por delante suyo, a espaldas del mañana.
Entonces
Di Matteo fija la mirada sobre la oscilante palanca y cree estar
viendo algo muy distinto al acero habitual con el que ignotos
ingenieros europeos han construido estos vehículos. La barra parece
estar conformada por un material extraño, parecido a una red, un
tejido, un entramado de elementos misteriosos. Presta mayor atención,
entrecerrando los párpados que le arden a causa de las densas gotas
de sudor, y sorpresivamente cae en la cuenta de su propio delirio:
aquello no es una red de filamentos metálicos, ni siquiera la
fragmentación atómica de los elementos, sino un macizo conglomerado
de frases, letras y palabras, unidas entre sí…
Inmediatamente,
ambos escuchan un estridente silbato, imposible de confundir,
proveniente del lugar que acaban de abandonar.
-¡ES
EL (Inven) TREN!-, aúlla Coiro, agotado pero inmensamente feliz,
espiando hacia atrás por sobre el hombro de su compañero. -¡LO
HEMOS CONSEGUIDO, DI MATTEO! ¡EL (Inven) TREN VUELVE A CORRER CON
INDUDABLE DIGNIDAD SOBRE ESTAS VÍAS!
Di
Matteo vuelve la cabeza y contempla en pleno día el nítido faro de
una locomotora diesel a unos trescientos metros de distancia, que se
acerca a una velocidad mucho más intensa que la que ellos
desarrollan manualmente, sin intención alguna de detenerse al
alcanzarlos, en una suerte de criollo remedo de la horrible criatura
generada por el Profesor Víctor Frankenstein.
-¡Va
a pasarnos por arriba!-, exclama, con un último aliento.
-¡Por
eso mismo, Di Matteo: ponga huevo y siga adelante! ¡Hay que llegar a
Rancagua antes de que nos aplaste! ¡El (Inven) tren se ha convertido
en una fuerza imposible de parar!!!
¡Síííííííííííi!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
“¿Quién
me obligó a meter en este quilombo?”, piensa Di Matteo, bufando y
sin dejar de agilizar esa barra manual que ya casi parece moverse
sola, aunque todavía necesite del impulso humano para darle
impulso.
Coiro
comienza a reírse de felicidad, con genuina satisfacción. El cuerpo
le estalla en una dolorosa contractura, el sudor se le adhiere sobre
la piel, y el aire le quema los pulmones. Pero a pesar de todo, se
siente tan contento como si volviese a tener siete u ocho años, y su
padre le hubiese regalado un lujoso tren Lima, con decenas de vagones
y tres modelos de locomotoras diferentes, acompañados por maquetas
de estaciones y demás construcciones aledañas, todo ello dispuesto
para establecer sobre una amplia mesa y dejarla allí, para jugar
hasta muy tarde por las noches, o alegrar una borrascosa tarde de
lluvia con el cautivante hechizo de un circuito ferroviario de
juguete.
El
sudor les chorrea a mares desde las frentes, descendiendo por los
cuellos, creando enormes aureolas oscuras bajo las axilas,
afincándose en las palmas, asidas con obstinada firmeza a la barra
de la palanca, mientras la locomotora Werkspoor 4613 se les abalanza
voraz, cada vez más cercana. Y aunque cada uno resopla por causas
diferentes, aunque las motivaciones sean tan variadas para cada uno
de los dos, algo los une en una misma empresa: el placer por
inventar, por divertirse, por delirar juntos de manera
creativa…
-¡No
afloje, Di Matteo, no afloje!!!
-Sos
un dictador, Coiro… Siempre decidís por tu cuenta…
Así
es como la zorra parece adquirir una velocidad autónoma al impulso
manual que ejercen sobre ella, aunque ello no impida que el
parachoques a rayas rojas y blancas de la locomotora les dé un
topetazo por detrás, sólo para impulsarlos unos metros más, hasta
llegar a destino.
Irrumpen
de manera tan vertiginosa en los terrenos aledaños a la Estación
Rancagua, que hasta por un segundo les parece que allí no existía
nada hasta ese preciso instante. La zorra se desmaterializa en forma
inmediata, mientras ambos caen rodando sobre un andén muy pulcro, y
a su alrededor se esparce una caótica lluvia de fragmentos de frases
sin utilizar, ideas sin desarrollar y comentarios al margen. La
locomotora a vapor ensordece el espacio con un silbido en extremo
estridente, como el primer chillido emitido por un recién nacido,
urgido de alimento, y avanza desbocada hacia el horizonte sobre unos
rieles recién estrenados, dejando a su paso un ardiente halo de
carbón quemado que les inunda la nariz.
Coiro
incorpora a medias el tronco sobre el andén, mientras Di Matteo aún
intenta recuperar el aliento del último impulso, con la mente
agotada de tanto delinear frases dignas y coherentes, cuando
contemplan azorados algo que jamás hubieran podido imaginar por
cuenta propia.
Al
otro extremo del andén ven surgir, como otra aparición fantasmal,
la solitaria silueta de un ciclista, ataviado por colores absurdos y
chillones, como es la costumbre, y un oblongo casco azul con
antiparras, quien sin frenar siquiera al ingresar en la Estación,
incorpora el torso, alza los brazos y mantiene el equilibrio en los
últimos metros del recorrido, mientras exclama:
-¡Sí,
señores!!! ¡Treinta y cuatro kilómetros después, he creado la
Bicisenda Ferroviaria!!!
Se
desliza a su lado como una díscola irrupción “sorianesca”, y
desaparece en la primer curva, sin que ellos consigan llamarle la
atención y preguntarle siquiera cuál es su nombre.
Ambos
se ayudan mutuamente para incorporarse, sucios y maltrechos, y
avanzan a los tropezones y en silencio, apoyados uno contra el otro,
rodeándose los hombros en un fraternal abrazo, resoplando agitados,
hasta salir de la Estación, como un par de ignorados espectros, sin
cruzarse con nadie. Al llegar a la calle de tierra, divisan en la
vereda de enfrente un boliche de campo. Y hacia allí van, aún con
ciertas frases colgándoles del overol, a la espera de tomar algo que
los reconforte.
Acodados
en la barra, por detrás de la reja que los separa del dependiente a
la manera de una pulpería, ambos piden una ginebra “dalmasettiana”.
Como el hombre no tiene idea de qué le están hablando, se conforman
con un breve vaso de caña. Y una vez servidos, mientras recuperan el
aliento y observan el paisaje que los rodea con ojos curiosos, dignos
de lingüísticos exploradores, se miran el uno al otro, con un
extraño brillo de complicidad, como si se adivinasen el
pensamiento.
-Che
-, alcanzan a decirse, al mismo tiempo-: ¿Y si proponemos un nuevo
"Inventren"?

No hay comentarios:
Publicar un comentario