martes, 30 de diciembre de 2025

Estaciones


Estaciones

Eduardo F. Coiro

El tren entra con una imagen fantástica, de esas que uno graba y congela en la memoria, estoy asomado a la ventanilla y veo como vuelan las hojas al costado de la locomotora, danzan con el vapor que arroja la máquina y a la altura de sus bielas comienzan a planear como plumas, descendiendo en juegos de tiempo y aire donde uno parece ver lo que desea y necesita ver. El andén tiene cuatro o cinco plátanos añosos que parecen haber esperado la llegada del tren para desprenderse de sus hojas al temblor del pampero que ha soplado fuerte en toda la jornada. El tren hace una breve estadía, apenas para estirar las piernas haciendo ruidito sobre las hojas que tapizan el andén de tierra mezclado con conchilla. Uno intenta explicarse en vano que hace aquí, que idea puede justificar pisar este, un pequeño pueblo perdido en medio de la pampa por el que hace añares que no pasaba el tren.

Pensé en la anécdota Antonio Dal Masetto: "Una vez, recuerdo, tomé un tren equivocado que me dejó muy lejos, en un lugar del interior. Perdí un día para llegar a donde tenía que ir, pero lo disfruté muchísimo: esa sensación de total anonimato, de estar un poco viviendo una aventura", recuerdo, ese remate antes del punto final de la nota.. Un viaje a lo desconocido, como el de un niño inmigrante. Puede, es posible que en este viaje fantástico este tratando de ver las cosas con la mirada asombrada de mi padre, el largo camino desde su pueblo sin trenes hasta tomar la Letorina desde Marsiconuovo a Napoli, que sólo habrá hecho muy pocas veces... viajar para alistarse al servicio militar, la huida a ver a su madre antes de que lo embarcaran a la guerra africana, de nuevo volver después de finalizada la guerra, y el último viaje para ir a América, trabajar, tener hijos, nunca volver a tomar un tren en suelo italiano. Y si, me veo, lo imagino un poco a mi padre tratando de ver lejanías...

También puede ser recordar los viajes en familia para Quequén, mi propio asombro de los 8 años al ver entrar ese gigante humeante de hierro negro al andén de la estación de Temperley. Los largos viajes cuando después de la medianoche apagaban las luces. Todo era silencio y uno se hacia uno con el cielo que parecía más cercano en sus caminos de estrellas que el destino interminable de ese viaje a oscuras por un campo de luces perdidas y estaciones que no duermen esperando su único tren en la madrugada.

Pero el tren no va a esperar mi viaje mental y suena la campana, subo con el tren en movimiento, busco en el vaivén el asiento ,-el 23 V-, todavía la tarde regala un cielo infinito y a poco de andar hay que pasar el puente sobre el arroyo Pergamino. El curso se ensancho fuera de la previsión del 1900, el puente esta desmoronado, habrá que pasarlo entonces a fuerza de letras e imaginación. Ahora mismo esta el guarda pasando vagón por vagón pidiendo a la gente que escriba suficientes palabras para pasar del otro lado, tender un puente por los aires, los más deslumbrados son los niños que empiezan a dibujar puentes y arco iris de colores. Yo prefiero caminar entre la gente, bajar y andar entre los pastos para ver una imagen cierta de la devastación Argentina. Y proponer alguna metáfora acerca de cuantos puentes no visibles, más abstractos, ligados a la articulación entre sectores sociales se han derrumbado.

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