La muerte de las personas es como la muerte de los objetos, o quizás debiese haberlo dicho al revés. Pero la muerte de los objetos, esos seres inanimados que portan cierta alma que aflora, también es reconocible.
Cómo
no decir en la estación "esta estación, que estaba viva, ha
muerto". Cómo, frente al patio borrado por la Pampa que devora
las construcciones humanas, frente al andén inexistente, los rieles
levantados, las paredes apenas esbozadas por una línea de ladrillos
ancha y baja, cómo, entonces, no decir "esta estación, que
tuvo vida, ha muerto".
Dicen
que a la estación la derrumbaron, que a los rieles los levantaron,
que dejaron que los yuyos tapen el pozo cegado, y que permitieron que
el patio apenas se dibuje brevemente por el perímetro de árboles
desolados. Pero a la casa del guarda no la tiraron las manos de las
gentes que mataron la vida del ferrocarril. La casa se derrumbó de
tristeza, sola por el peso de la pena de ya no ser, de haber quedado
despoblada. La vivienda del guarda sin guarda se derrumbó por el
peso del vacío, sin ayuda.
La
casa se cayó sobre sí misma, como un árbol, como un farol que se
apaga, como un amor que desvanece su anhelo y se repliega en el
olvido.
Es
una tumba la estación J. V. Cilley. Si las personas mueren, si la
historia tritura y demuele y desaparece, entonces esta estación, que
ya no está, que es apenas un rastro bajo los cielos enormes y
definitivos, esta estación es una tumba como la de los gringos, una
tumba en tierra fundida en la tierra, un rectángulo de soledad bajo
el perfecto azul.

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