domingo, 30 de noviembre de 2025

Una pequeña historia de trenes y hielos


Una pequeña historia de trenes y hielos

Urbano Powell

Fue entonces, después del escándalo, cuando el gringo se fue a vivir allí. En medio del campo, aunque no era campo sino una franja de tierra rodeada de agua. Su fiel asesor comercial Graham compró lo que pudo o lo que le vendieron. Cualquier persona sensata se hubiera sentido estafada: comprar 15.000 hectáreas de las cuales más de 10.000 son de lagunas permanentes no parece un negocio razonable. Pero él ya lo había dicho en su fugaz visita al gobernador de la provincia de Buenos Aires:
El futuro está en el sur”.

Tenía la intención de vivir alejado del mundo, dispuesto a vivir de la caza y la pesca. Con la tranquilidad de los Apalaches, pero en Argentina.

El inventario incluía la antigua estación de tren Rolito, con un edificio habitado por una familia. La laguna “del Venado” y parte de la “Paraguaya”.


Aprendió español. Mando construir una vivienda pequeña, y ya instalado, dedicaba sus días a tallar frases que le gustaran en durmientes de quebracho que se hacia traer para ese fin.


No hay mal que por bien no venga” era una de sus favoritas en aquella época.
En ese invierno cayo nieve después de 42 años. El campo venía con meses y meses de seca.


Eran señales débiles. Lo había anunciado un científico ruso unos años antes pero la advertencia pasó de largo. O no se comprendió bien la complejidad de la relación entre efecto invernadero y el ciclo de declinación de la energía solar. Khabibulló Addusamatov. No fue él único, pero si el más conocido de los científicos que anunciaron la cercanía de una pequeña edad de hielo en el siglo XXI.


El gringo Mark, mientras tanto seguía tallando frases, pescando y según decía –aunque nadie encontró ni una línea en un anotador: escribiendo un libro. Más o menos por esa época encargo un proyecto a Glenn, su amigo arquitecto de Carolina del Sur.


El arquitecto le contesto estaba chiflado o algo por el estilo, pero el gringo insistió: Esas tierras y ese proyecto eran el resultado del diálogo a solas –sin asesores espirituales- con su Dios. La noticia de la construcción de un complejo hotelero de cinco estrellas frente a la estación Rolito corrió rápido entre los pueblos vecinos, más aún cuando la obra –un complejo hotelero para pasajeros y albergue transitorio- se hacía en medio de la nada o casi al borde de una laguna sólo frecuentada por pescadores de pejerrey.


El ex gobernador se ganó la fama de millonario excéntrico, de loco demente, o similares.


Fue años después, cuando el complejo ya estaba construido cuando ocurrieron acontecimientos imprevistos, o los milagros, según como quiera verse.
En la primavera del 2012 volvió el tren.


El gringo seguía tallando, de esa época es la frase que tomó de Frida Khalo “Nunca seremos dos sin lastimarnos” y que dedicó a su ex mujer, a la que seguía amando, aunque detestara esos símbolos comunes que la acercaban a la estética de las mujeres republicanas como Condoleeza Rice, que llevan collar de perlas en el cuello.
La llegada del tren empezó a generar las condiciones para abrir el complejo hotelero.


El gringo Mark se había hecho devoto de la imagen de la Virgen de Lujan que encontró bajo el alero de la estación. Los paisanos le explicaron que era la patrona de los ferrocarriles y “muy milagrosa”. El ex gobernador hacia gestos visibles de orar y tocaba la base del pequeño oratorio. Nuestra señora del amor a distancia, como la llamaba delante de los paisanos de Guaminí que oraban como él antes de subir al tren, le devolvería lo perdido y más.


Al hombre quizá no le pasaba desapercibido la esencia egoísta del rezar, pero no le parecía del todo mal ese individualismo de las personas que ruegan por sus seres queridos y por sí mismos y no tanto por el buen destino de la humanidad.
Durante el más crudo invierno del que se tenga noticia. Al promediar el tercer mandato del presidente Menem. Mientras en el parlamento se discutía el cierre de los ferrocarriles comunitarios y de fomento por el gasto excesivo que generaban al Estado.


Fue cuando la virgen de la estación lloró perlas de hielo.


Los caminos se congelaron y los camiones se quedaban varados en la nieve. El tren mixto de Carhué a Puente Alsina circulaba sin problemas. Un conjunto de locomotoras provistas de un vagón barre nieve aseguraban que las vías estuvieran despejadas y confiables. A meses de una nueva clausura, el tren se volvió imprescindible. La humanidad había dilapidado gran parte de sus reservas de combustible fósil y la imprevista llegada de una pequeña edad de hielo que duraría varias décadas obligaba a que el consumo de energía del transporte colectivo tuviera la tecnología más apropiada para afrontar el duro racionamiento que permitía abastecer al consumo industrial y doméstico.


Mientras tanto el complejo de hoteles del gringo prosperaba. Los turistas llegaban en tren para hospedarse, disfrutar y aprender patinaje sobre hielo en las lagunas.
Las parejas venían también en tren para hacer el amor en el albergue por horas.
El gringo, además de manejar la caja, atornillaba sus maderas con dichos populares y frases por todas partes. En los jardines se hacían concursos de tallado de obras de arte en hielo y los premios convocaban a artistas de todo el mundo.


Al llegar en el tren desde la oscuridad de la noche, impresiona ver a lo lejos las luces que los hoteles proyectan al cielo. De cerca asombran sus torres y murallas de aspecto medieval recubiertas en hielo.


Sólo hay que cruzar una calle para hospedarse en el Stanford Palace Rolito.
Y allí, arriba del dintel, sobre la mesa de recepción del conserje, quien preste atención podía leer uno de los dichos favoritos del viejo y solitario Mark:
Un pelo de concha tira más que una yunta de bueyes”.

viernes, 28 de noviembre de 2025

Reminiscencias de Solano y alrededores a fines de los cincuenta


Reminiscencias de Solano y alrededores a fines de los cincuenta

Alfredo Armando Aguirre

Con el paso de los años, los recuerdos cobran nuevas dimensiones. Sea por las experiencias; sea por las meditaciones de tiempos idos. Sea por los estudios sistemáticos o asistemáticos que uno ha venido haciendo.

Pocos días atrás el aparcero Coiro reflejaba en Inventiva, su testimonio de San Francisco Solano de cuatro años atrás. La nota me "pego" en mi sensibilidad, porque hacia pocos días que había pasado por Solano y, recordado cuando solía pasar por allí a fines de los cincuentas rumbo a la casa de mi abuelo materno en Monte Chingolo. Entonces mis recuerdos se emparentaron con los de los veteranos (o sea mis coetáneos) de que escribe Coiro. De tiempos que para lo que pasamos los cincuenta tienen un sabor a "edad dorada", al que las miserias multidimensionales posteriores contribuyen a afianzar, aunque se nos quiera atajar con aquello que para los viejos "todo tiempo pasado fue mejor".

No es fácil separar como sentía uno esas cosas en otros tiempos, de cómo las siente con la perspectiva del tiempo. Hay incluso hasta un conflicto interno, porque sabemos que más de uno o una la vende cambiada, o la va alterando de acuerdo a sus conveniencias. No es infrecuente que cuando uno hace preguntas sobre el pasado a gente que supone tuvo algo de protagonistas, el deponente termine diciendo que la historia fue como fue gracias a su imprescindible intervención."Pateticas miserabilidades" les decía don Hipólito. Además esta el hecho, que uno no puede andar consignando en un diario íntimo todo lo que piensa o dice. Y no puede andar con un escribano al lado, dando fe publica de lo que uno dice o hace. Por supuesto que esto relativiza mucho la historia y que me caen la generales de la ley, para lo que pase a decir.

Pero el asunto que hacia fines de los cincuenta, - ya Frondizi era presidente- viajaba con bastante frecuencia entre Ensenada, donde vivía con mis padres y hermanas, y Monte Chingolo donde vivía mi abuelo materno con su familia. Para ello tenia que ir hasta La Plata, tomando dos colectivos, para tomar el tren en la estación del "Provincial". Creo que todos los chicos de esos tiempos teníamos un rollo especial por los trenes. Los trenes a cuerda eran uno de los juguetes preferidos de esos tiempos. Tenía ya asimilada la estación del Ferrocarril Nacional General Roca, a la que mis padres o mi abuela materna me llevaban con mucha frecuencia. Pero aquella estación del Provincial me parecía algo misterioso. Tiempo después me enteré que así la llamaban porque había pertenecido al ferrocarril de la Provincia de Buenos Aires, que siempre fue del Estado, aunque provincial hasta 1951, cuando aprovechando la caída en desgracia del gobernador Mercante, el Estado nacional lo pasó a su orbita.

Bueno, desde aquella estación tomaba un tren que llegaba hasta la estación Avellaneda, esa que se veía desde arriba del viaducto Sarandi. Una construcción de tipo colonial, hoy sede del museo ferroviario provincial, que había sido inauguraba a mediados de los años 30, como ese ramal que conectaba con el hoy desaparecido mercado de lanas y daba acceso a este ferrocarril al puerto de Buenos Aires.

Ya no me acuerdo si las maquinas eran a vapor o diésel, pero si me acuerdo que de vez en cuando se cruzaban en las estaciones, era de una sola vía, con una especie de coches motores de un solo vagón color rojo. Píensese que yo era un chico de entre 10 y 11 años que viajaba sólo. Los vagones de madera eran muy antiguos, como lo fueron hasta fines de 1976, cuando el servicio fue desactivado y los rieles levantados. Me acuerdo que tenían los vidrios biselados con el logo del ferrocarril provincial, todo ello confeccionado por los Talleres propios del ferrocarril, de los que luego se apropió el ferrocarril Belgrano y hace pocos años fueron privatizados.

Me entretenía en los viajes, contando las estaciones. Todavía las recuerdo: Gambier, Segui, Gorina, El Pato, Ingeniero Allan, Gobernador Monteverde, San Francisco Solano, Parada Pasco, Monte Chingolo y Avellaneda. Me puedo olvidar o confundir alguna. Me acuerdo que era casi toda zona rural desde Seguí o Gorina hasta Ingeniero Allan. Allan estaba atrás de la rotonda Alpargatas y allí estaban haciendo los grande loteos de La Carolina, con sus tradicionales para entonces carteles rojos con letras blancas, que caracterizaban a las compañías que remataban los lotes del conurbano (Boracchia, Vinelli, etc...). Luego acercándose a Monteverde, a pocas cuadras del actual centro de Florencio Varela comenzaban los caseríos. Todas calles de tierra, eran casitas humildes, pero no villas. Y se pasaba por Solano, que tenia entonces fama de ser un lugar "pesado". Entre los chicos se decía que "El halcón", o sea la línea 148, de colores amarillo y verde que hacía o hace el recorrido Varela-Constitución, había puesto un ramal a Solano, pero que ese ramal no entraba cuando caía el sol, por los asaltos.

Eso no sé si era cierto o si era parte de una leyenda suburbana, porque la escuché décadas después en los barrios de San Miguel.

La parada Pasco, estaba junto en el cruce con el Camino de Cintura. Yendo para Avellaneda a la derecha, se erigían los inmensos galpones del IAPI, que llamaban mi atención por cantidad y tamaño. Ya entrando en la adultez aprendí que el IAPI (Instituto Argentino para la Promoción del intercambio), fue uno de los más poderosos instrumentos de soberanía económica con que contó el país, ya que tenía el monopolio estatal del comercio exterior e interior. Había sido creado a fines de mayo de 1946, sobre la base de una institución similar creada cinco años antes y fue disuelta en octubre de 1955, en el breve interregno del dictador golpista Lonardi. El predio, ya devenido en un arsenal del ejército, se hizo famoso por el intento de copamiento de la guerrilla en diciembre de 1975, y la sigla la ha adoptado la villa que se erigió con posterioridad. La cuestión es que a medida que el ramal se acercaba a Avellaneda partir de Pasco, corría casi encajonado por las industrias que por allí proliferaban. Nunca olvidaré ni los olores ni los ruidos de las maquinarias. Y era muy común no caminar entre basura, sino entre sobrantes de viruta de hierro o recortes de chapa de lo que producían los talleres, allí donde todavía pasaban los tranvías eléctricos y los carros tirados por caballo, con las cargas mas varias. Por ese entonces llegué a ver por la zona un carro de carnicero. Me acuerdo de otra vez que llovía, y allí los barrios eran de calles de tierra. Los Municipios o las sociedades de Fomento construían canillas públicas y veredas con baldosones de cemento. Una tarde después de la lluvia, vi una novia que caminó algunas cuadras con su traje blanco recogido para no embarrarlo, porque el coche que la llevaría hasta la iglesia, sólo llegaba hasta el asfalto.

Las viviendas eran humildes pero todos las iban mejorando. Tal vez empezaban por una prefabricada de madera, pero enseguida aparecían los ladrillos. Y entre ellas se iban erigiendo las fábricas. Recuerdo cuando los Di Tella montaron la fábrica donde se hicieron lo míticos Siam Di Tella 1500, y los menos recordados Magnette¸ la pick up Argenta, y hasta se intentó fabricar un camión pesado Tornicroft. Con el análisis luego entendimos que toda esa euforia económica, que capitalizaba Frondizi, con su régimen de industria automotriz a la postre ruinoso para el país, era nada más que la inercia del sistema puesto en marcha entre 1943 y 1955, y que entonces no se advertía que se estaba comenzando lentamente a desmontar. Recuerdo que una vez un puntero frondicista, organizó en el barrio una excursión a Luján y claro, los vecinos no hacían disquisiciones ideológicas, paseaban y se divertían. A veces los militantes, que cuando optan por la disidencia pasan por situaciones de penuria y hasta dan la vida por sus idearios, suelen soslayar la vida cotidiana de la gente. En ese entonces todo parecía una fiesta. Ese tren iba atiborrado de gente que iba a trabajar a las fábricas, lo mismo los tranvías y ya empezaban a circular por allí, las extensiones de las líneas de colectivos que también iban llenos. No se cuánto de cierto tiene la actual pregonada inseguridad del conurbano, pero yo de niño andaba de un lugar a otro. Un día, de andariego que era y sigo siendo, me fui caminando desde la casa de mi abuelo en Chingolo hasta la cancha de Banfield -debe ser uno de los pocos partidos de fútbol de una división mas o menos superior que vi en mi vida, exceptuando la campaña de Defensores de Cambaceres de 1959- (campeón de la primera C por añadidura) de los que vi todos los partidos de local, porque mis viejos no me dejaban ir a las de visitante. Bueno, no se cuánta distancia, había. Recuerdo que caminé mucho, vi la fabrica Di Tella por el camino, eran sitios que estaban dejando de ser campo para ser ocupados por las construcciones del tipo que comenté antes. Jugaban el local con Dock Sud, me acuerdo del arquero y los dos zagueros de Banfield: Cozzi, Mousegne y Vendazzi. Mirando las estadísticas de fútbol, uno pude inferir en que fecha hice la travesía.

Se mezclan, como dije antes, los recuerdos con lo conocido con posterioridad.
Así, hace algunos años, tomé como libro de consulta una historia del la ingeniería argentina que el Ingeniero Vaquer, escribió en 1962, pero Eudeba publicó en 1968. Vaquer que hace fe de su antiperonismo, usó su precisión ingenieril para registrar lo que había pasado en la industria argentina. Y de la información que consigna, y tomando como comparación el libro de propaganda peronista de "Emancipación Económica Americana" de Warren, publicado y profusamente difundido en 1948, podemos inferir por qué aquella bulliciosa actividad, y por qué hay tanta añoranza en aquellos barrios que de ser albergues de esperanzados trabajadores migrados del interior, pasaron a ser contenedores que quienes alteran la changa, el cartoneo, el piquete, y a veces en la desesperación en que se los sumió, y desde la que se los manipula; con el choreo y la droga berreta.

martes, 25 de noviembre de 2025

Estación Tacuarí


Estación Tacuarí

Alberto Di Matteo


Esta es una historia de lealtades. Ocurrió hacia fines del siglo XIX, en una pujante República Argentina, conservadora y ganadera, pero bien pudo transcurrir en otro contexto, el del Japón feudal del siglo XIV, o el de los suburbios bonaerenses de comienzos del siglo XXI. Lealtades resumidas en la figura de un solo hombre, que en alguna otra época se llamó samurai, que en la actualidad podría considerarse como "puntero" –en su versión más devaluada y pragmática-, pero que hacia 1890 ostentaba el inconfundible mote de compadrito.

El Ñato Arévalo había sido degollador de reses en el Matadero de Cañuelas, algunos años atrás, por lo que conocía el arte del cuchillo a la perfección. Por esas cosas de la vida, un mal entuerto lo había llevado a desentenderse del trabajo legalmente remunerado, para caer de lleno en situaciones poco claras, de las que había tenido que salir airoso a la fuerza, a punta de cuchillo, pero al costo de comprometer su vida futura a los designios egoístas de un tercero poderoso.

En uno de esos entreveros, su destino se había cruzado con el Don Cosme Gutiérrez, hombre fuerte del Partido Autonomista Nacional, fiel seguidor del entonces Presidente de la República, Don Miguel Juárez Celman –notable impulsor del desarrollo ferroviario-, a quien estos mal nacidos de la revolucionaria Unión Cívica –desde hacía unos pocos meses, estando ya bajo la Presidencia de Don Carlos Pellegrini, autodenominada Radical- le estaban sacando canas verdes. Don Cosme necesitaba a alguien que le cuidara las espaldas e hiciera ese trabajo sucio que, por derecha, nadie admitiría realizar. Y para eso estaba el Ñato.

Misteriosa la historia de Arévalo. Nadie supo precisar nunca sus orígenes. Algunos decían que llegó del interior, sin mayor pasado a sus espaldas que el tortuoso viaje en carreta que lo trajera de pibe a Buenos Aires, expulsado de sus pagos natales por un padrastro violento. Otros afirmaban que era un porteño de pura cepa, criado en un burdel de la Boca, hijo bastardo de alguna puta que nunca lo aceptó, y cuyo apellido fuera herencia de algún oscuro burócrata del Registro Civil. Lo cierto es que, quizá siguiendo algún destino prefijado, el Ñato dejó a su paso un par de hijos varones no reconocidos, fruto de sus azarosos amores con polacas y francesas, quienes a su vez tuvieron otros tantos hijos, así hasta llegar a la actualidad, siendo un fiel representante familiar cierto inclasificable barrabrava de Boca, oriundo del barrio platense de los Hornos, predispuesto a probar en todo momento su reciedumbre -aunque sin lograrlo de manera efectiva-, y conocido en el ambiente como el Gordo Nacho. Pero ésa es otra historia.

La que nos ocupa ocurrió a bordo de un tren. Más exactamente, una helada mañana de invierno de 1891, durante un viaje que realizara Don Cosme desde la flamante capital provincial, La Plata, en compañía de otros miembros del PAN, hacia la Estación de Tacuarí, donde uno de sus colegas del Partido, el Doctor Evaristo Vidal Ereñú, había adquirido en fecha reciente algunas hectáreas para su valiosa tropilla de alazanes, recién traídos de sus vastos campos en La Pampa. El Ñato, pegado a Don Cosme como su sombra, obviamente se encontraba a bordo del convoy.

Aún antes de abordar la formación, desde el mismo andén platense, Arévalo percibió movimientos extraños cerca del furgón. La concurrencia era numerosa, por lo que no pudo despegarse de Don Cosme hasta que abandonaron la capital. Recién entonces se dirigió al extremo opuesto del tren, hacia donde se transportaban los bultos del correo, las mercaderías que nutrirían las despensas locales, y algunas flamantes bicicletas. El frío apretaba contra sus ropas al igual que el acero, fiel junto a sus riñones. Se levantó las solapas del saco negro, por encima del pañuelo blanco que llevaba al cuello, se ajustó el sombrero por encima de las orejas, y avanzó resuelto hacia el fondo, balanceándose al ritmo del traqueteo sobre las vías.

Aunque nadie se lo hubiese explicado, el Ñato sabía que ése era su lugar. Los caudillos del PAN viajaban en primera, con una suntuosidad de estilo europeo sin proporciones para la época; lujo del que disponían a su antojo, aparentando ser grandes señores, empapados en champagne y rodeados de mujeres, pero "ignorantes" de los entuertos que sus leales servidores resolvían en el "patio trasero".

[El samurai del shogún, el compadrito del caudillo, el puntero del intendente… Las fechas se disuelven, capturadas por la misma vorágine de lealtades, atravesando las épocas, con una misma épica.]

El Ñato avanzaba resuelto hacia el fondo. ¿De dónde le venía el apodo? Ese era otro misterio; nadie lo sabía, y conocer tal secreto quizá implicase la muerte. Pero ese nombre, "Ñato", fue lo primero que escuchó al ingresar en aquel recinto estrecho, desbordante de bultos de encomiendas, bolsas con mercaderías varias, y alguna que otra gallina cacareando en una jaula desvencijada.

Arévalo escrutó el gélido aire de la mañana. Unas volutas de humo se disipaban hacia el ventanuco que oficiaba de ventanilla. Su interlocutor, oculto detrás de unos baúles, aún no lo había visto. ¿Cómo podía ser que lo reconociese? ¿Acaso era una trampa? Sus nervios se pusieron en tensión, aguardando lo que fuese que le deparara el destino.

Avanzó cauteloso, pero el otro ni se movió. Al enfrentarlo, se encontró con un hombre fornido, de baja estatura, las facciones ocultas debajo del ala del sombrero, con una mano en el bolsillo, y la otra sosteniendo un cigarro sobre la comisura de la boca. Arévalo se paró delante de él. Recién entonces, el otro volvió a hablar, sin mirarlo.

-¿Qué pasa, Ñato? -, una pausa, -¿No te acordás de mí? -, exhaló el humo, -¿De cuando jugábamos al truco en el bar de Cesio, cerca de Boedo?

Esa voz… Sus recuerdos retrocedieron un largo trecho, hasta conseguir ver unos vasos de caña recién servidos, las barajas grasientas, los manoseados porotos para contar los puntos… Un bar muy antiguo, una vaga ilusión amorosa, muchas horas perdidas sin hacer otra cosa que jugar al truco, por plata o por la vida. La nostalgia lo invadió de improviso, y cuando el otro alzó la vista, el Ñato ya sabía con quién se iba a encontrar: Nemesio Funes, apodado el "Memorioso", desde un tiempo en que ni siquiera él podía recordarlo. Supieron ser pareja no sólo de truco; también descollaron en el tango, cuando aún era un baile de hombres, en aquel burdel de Barracas, donde la madrugada los sorprendía aún sedientos de caña y de sexo. Extraños avatares los fueron separando luego, hasta que dejaron de verse, sin llegar a explicarse por qué. La lealtad entre ambos se había ido disipando, y otras lealtades se habían ido consolidando para ellos, casi contra su voluntad, encadenando sus obligaciones para con los poderosos.

Porque no cabía ninguna duda que Funes era hombre de Vidal Ereñú.

Las fantasmas del pasado lo desacomodaron durante unos segundos. Pero algo raro podía olerse en ese ambiente cerrado, casi secreto, que representaba el furgón. Algo no le cerraba al Ñato. Una mirada extraña se deslizaba bajo el ala del sombrero, a través de los párpados de Funes, quien casi sin entonación, restándole importancia a sus propias palabras, le dijo:

-El Doctor Vidal Ereñú no está tranquilo, ¿sabés? Estos radicales de mierda ya han pactado muchas alianzas, y esto al Doctor lo pone muy nervioso -. Le dio otra calada al cigarro, y soltó el humo: -El PAN se desintegra, negro. Y aunque pareciera que Don Cosme es un personaje del virreinato, que negará cualquier revolución, nadie puede saber si ha estado conversando con la oposición… Don Evaristo lo quiere de vuelta de su lado. O si no, no lo quiere.

Arévalo no lo podía creer. ¿Cómo osaban dudar de la honorabilidad de Don Cosme Gutiérrez? ¿Quién podía hacerlo sin mostrar una conciencia al menos turbia? ¿A quién querían desplazar en esta lucha? Comprendió por qué había algo que no le cerraba. Sabía que esto se tenía que resolver ahí mismo, a puro cuchillo. Que no se enfrentaban los señores, con eternas discusiones sin sentido, sino sus vasallos. Y le molestó muchísimo que el enviado para hacer el trabajo sucio fuese el "Memorioso".

-¿Cuánto te pagan para que hagas esto, hijo de una gran puta? -, masculló entre dientes, con la mandíbula tensada por la furia y la diestra volando hacia sus riñones, mientras el pucho del cigarro de Nemesio Funes caía olvidado sobre el piso del furgón.

Y allí, en el reducido espacio que les permitía aquel atestado furgón, ambos desenvainaron sus respectivos orgullos [La katana samurai, el cuchillo compadrito, la cadena puntera… Las situaciones se repiten cuando las fechas se superponen] Y se trenzaron en una danza repetida hasta el cansancio, en la que se habían conocido de memoria, como cuando bailaban tango, aspirándose el aliento y el sudor; sólo que la pasión que ahora los unía era letal. Convertidos en oscuras siluetas que se deslizaban a través de la semipenumbra de un furgón ferroviario, envueltos en el vapor de sus propios alientos condensados, desplegaban con elegancia el sutil arte de la estocada, un acero que oscilaba en el aire helado con arteras y aviesas punzadas.

Hasta ese mal movimiento, que le permitió entrarle la herida, desgarrando la carne, derramando sangre sobre los trajes enjutos, generando un grito de sorpresa y de dolor. Una mirada azorada, que clamaba por una piedad inútil en el último aliento, lo atravesó de lado a lado, al igual que el acero. El abrazo los fundió en una misma agonía, porque nada murió entre los dos, más allá de la presencia física. Un corazón se fue eclipsando sobre el traqueteo de las vías. Y un cuchillo sin mácula cayó con un débil tintineo sobre el suelo del furgón.

Así, el compadrito depositó el cuerpo de su amigo sobre uno de los baúles, sin quitarle de encima la mirada, hundiéndose en esos ojos que se vidriaban cada vez más. Limpió el acero ensangrentado en las ropas del muerto, envainó nuevamente, le quitó el sombrero y lo usó para cubrirle el rostro. Era lo menos que podía hacer, en memoria de aquel pasado en común.

Y mientras se retiraba de allí, oscilando con el traqueteo del tren, exhalando las nubes de su propio aliento y con cierto nudo en el estómago, pensó que sería una buena idea darse una vuelta por el bar de Cesio, en Boedo. Y recordar viejas épocas, mientras se tomaba una regia botella de caña en honor del caído, abatido por los rigores de lealtades que nada tenían que ver con la amistad que alguna vez los uniera de purretes.

¿Importa entonces saber si quien salió de aquel furgón, esa gélida mañana de invierno, fue el Ñato o el "Memorioso"?

domingo, 23 de noviembre de 2025

Estación Las Marianas


Estación Las Marianas

Eduardo F. Coiro

El hombre que venía encerrado en la oscuridad de sus pensamientos tuvo que abrir una grieta de luz en los ojos y poner cara de "esto no puede ser real" cuando al mirar desde la ventanilla hacia lo esperable, vio aquello....

Cuando el tren salió de Anasagasti, el pensó que en la próxima estación sólo podría encontrar un edificio solitario, algunos curiosos esperando ese tren de reencuentro después de muchos años, alguien descendiendo y perdiéndose en esa silueta exponente de la arquitectura francesa en medio de la pampa Argentina.


Quizá, alguna recepción especial al tren que vuelve al menos de palabras rodantes a este pueblo fundado por el ferrocarril.... abre el folleto turístico que le dieron al ascender al tren , allí hay un detalle estación por estación, con algunas pinceladas de historia:


Las Marianas: fundado el 29 de diciembre de 1908, su nombre fue tomado de un gran establecimiento ganadero de la zona, el cual enviaba sus reses a través del ferrocarril Compañía General Buenos Aires.


Pertenece al Municipio de Navarro, aproximadamente 450 personas en sus 51 manzanas, acceso por camino de tierra -10 km desde la ruta 44, estado de conservación del camino "regular", difícil llegar en días de fuerte lluvia... hay otro folleto que el hombre leyó, se desprendía del principal, y este es de una asociación "Responde" , donde citan a un conjunto de pueblos en vías de extinción , la mayoría ex estaciones ferroviarias, el hombre recuerda que empezaba en la "A" con Arroyo Corto con 550 habitantes, y que bajando la vista por la lista se llega a Las Marianas que en el censo del 91 tenia 533 personas, se conoce que la población hasta el 2004 continuó bajando.

Por eso el hombre no puede creer lo que ven sus ojos.... faltan un par de kilómetros pero se ve una multitud, seguramente más que el pueblo completo.... y una estación engalanada con banderas y carteles, volvió a tratar de anticipar una explicación a esa visión surrealista, -hoy es 22 de mayo, faltan tres días para el festejo patrio. Quizá es una re-inauguración de la estación con políticos y Gobernador incluido, o el Presidente en Persona y todos sus ministros…


Un hombre mayor que comparte la ventanilla arriesga otra explicación fabulosa , una fiesta organizada por la colectividad española a raíz del casamiento del Príncipe de Asturias y Leticia Ortiz.


Pero el futuro se acerca, y el tren entra lento, casi a paso de hombre, previniendo la imprudencia de alguien en la multitud cruzando las vías de anden en anden antes del paso de la locomotora. Lo extraño son esas esculturas y los pasacalles con leyendas...

En realidad, todo el tren esta conmovido por esta imprevista recepción, la gente saca el cuerpo por la ventanilla... se agolpan a cada lado, hay una emoción extraña circulando, el anden y ese letrero que dice Las Marianas con letras amarillas en el fondo negro del cartel de cemento, y esos... caballos, son caballos?, toscos de maderas usadas clavadas, enormes como esos muñecos que se hacen de papel mache para ser quemados en los carnavales, como en La Plata, la ciudad donde el hombre curso la universidad sin llegar a recibirse.


El pasacalle resume en una sola frase toda la situación:
( aunque el hombre soltó una carcajada )


"Bienvenido Brad Pitt a Las Marianas"


El rumor de los pasajeros, los gritos, la gente que aplaude y no se sabe bien por quien, el guarda pasa avisando que el tren tendrá una pequeña demora por la sorpresiva recepción al ilustre visitante, enseguida lo rodean unas pasajeras y lo incomodan a preguntas:


-No se nada, chicas, puede ser el muchacho rubio del camarote 13, habla en inglés... parece un turista con su cámara colgada al pecho y ese sobrero a lo Gilligan.


Lo cierto es que los pasajeros empiezan a descender para ver el evento.


El hombre se acerca a los caballos de madera, son tres, el más grande supera la altura de la estación y esta realizado con durmientes y pedazos de maderas viejas, allí logra escuchar que han desarmado un viejo en galpón de la compañía y que con las maderas de la estructura han echo los dos caballos de Troya más grandes para esta fiesta de reinauguración con la presencia de Brad Pitt, y del Gobernador de la provincia de Buenos Aires Don Felipe y su gabinete en pleno.


El hombre va caminando entre la gente escuchando comentarios y rarezas, -el más pequeño de los caballos lo hicieron con maderas de los bancos antiguos de la estación y es un obsequio para Brad.


Pero la situación daba para todo, había chicas desmayadas de la emoción, y cierto caos en la cercanía del pequeño palco que se levanto para la ocasión, el gobernador dijo unas palabras, incluso una humorada sobre los caballos de madera, diciendo que él también se sentía homenajeado por los caballos de madera pues su nombre "Felipe" significa Amigo de los caballos y que si hay algo de lo que se siente orgulloso es de ser un gran jinete y un buen cuidador de los caballos de su chacra.
Luego corta la cinta celeste y blanca y da por inaugurado el ferrocarril desde Las Marianas:


"un orgullo de la nueva Argentina, el principio de un plan Marshall para rehabilitar cada vía y cada pueblo", luego le dan la palabra a Brad Pitt quien es traducido por una bella traductora -con quien dicen los indiscretos duerme en el mismo camarote- Brad cuenta que quedo enamorado de la Argentina durante la filmación de Siete Años en el Tíbet, de Annaud, de esa maravillosa provincia que es Mendoza.


Y esa Locomotora, cuyo brillo de corcel negro que lleva en su corazón…


A su lado, un viejo , sin duda un ferroviario, comenta que es la Beyer Peacok nº 4116 restaurada por el Ferroclub Argentino y que también llevo a Madonna a filmar Evita.


Por último hay unas palabras del "Cholo" Aguirre, gerente de operaciones del ramal, trama lentamente las imágenes y las palabras , y el hombre no sabe como pero siente que lo conducen desde el ingenio de los griegos del caballo de Troya a la Argentina post menemista que tiene que renacer a lo Fénix. Con templanza, "Sophostine" como el nombre de esta locomotora humeante, también con inteligencia para utilizar bien los recursos escasos.


Hay aplausos, brindis, cierto clima de euforia desmedido que desconcierta al hombre, tan metido en sus propias cosas, ve como se carga al pequeño caballo de Troya al primer vagón de carga, puede ver a lo lejos como Brad Pitt vuelve subirse a pesar del tironeo de una chica sobre su camisa a cuadros.


También el gobernador y otras autoridades van a darse un paseo inaugural en un antiguo coche presidencial remodelado para esta gran ocasión.

El hombre se repliega, vuelve a sus pensamientos, sube al tren, una frase sin sentido lo invade "El mañana siempre es demasiado tarde", se sienta, sube el cuello de la campera, prefiere soñar, sentir que lleva a caballito a sus hijos, y que salen a galopar entre los vapores de una mañana húmeda.

viernes, 21 de noviembre de 2025

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FOTO

Sergio Borao Llop


La foto, en apariencia, no tiene nada de especial. Y sin embargo, la miramos. Sin saber muy bien el porqué. La ausencia de color nos hace suponer que es antigua; también el hecho de estar rasgada en algunos puntos y arrugada en otros. Los años han gastado las esquinas; en una de ellas, arriba a la izquierda, falta un trocito minúsculo, tal vez demasiado pequeño para afirmar que la imagen está incompleta. Al mirarla por primera vez, se tiene una ligera sensación de frío, tan leve que casi no la percibimos. Solo más tarde (pero ¿cuánto más tarde?) seremos conscientes de ello.

Muestra un pequeño edificio de una sola planta, con una especie de porche o tejadillo exterior que da a un andén. Sabemos que es un andén por la presencia de las vías en la parte inferior de la imagen. La conclusión resulta obvia: El lugar es una estación. En un lateral del tejadillo hay seis letras que nos indican el nombre, seis mayúsculas irrebatibles: ANDANT. Quizá sea esa media docena de letras, que parecen un tanto anacrónicas, lo que nos perturba ligeramente. O el color apagado del cielo, en el que, sin embargo, no se aprecia nube alguna. Lo cierto es que nos asalta una sensación desagradable que, por otra parte, no nos impide seguir mirando la foto; acaso anhelamos encontrar eso que nos molesta un poco no saber definir o señalar con precisión.

La visión de líneas paralelas sugiere el infinito. Aquí, las vías quedan bruscamente cortadas en los bordes izquierdo y derecho de la foto, negando con violencia esa abstracción, segmentando una mínima parcela de realidad -o de ese conjunto de percepciones que llamamos realidad. En el andén hay seis personas. Posan (la contemplación de una foto puede llevarnos por caminos un tanto sinuosos e intrincados; hacernos pensar, por ejemplo, en la actitud del que posa, en la perpetua repetición de ese momento, en la pavorosa idea de que toda la vida es pose). Cinco de ellos miran directamente a la cámara. El otro, el primero por la izquierda, está con los brazos cruzados y parece tener la vista clavada en un punto inconcreto, hacia la derecha del fotógrafo. Nos incomoda ese detalle (¿porque insinúa una ruptura, un desorden?). Nos incita a preguntarnos qué está mirando exactamente. ¿Por qué no hace como todos los demás y simplemente fija la vista en el centro? (si es que el ojo de la cámara es el centro, si podemos atrevernos a presumir la existencia de un centro) ¿Qué es eso que está ahí, fuera del ámbito de la foto, y qué significa esa mirada y por qué los otros no ven lo que él está viendo? Podría pensarse que solo es un gesto, una pose diferente, una obstinación lícita en no mirar directamente al ojo de la cámara, y tal vez no sea otra cosa, pero nos desasosiega un poco esa asimetría.

-Cabe preguntarse si en realidad tenemos derecho a asomarnos a una foto. No me refiero al vistazo casual o efímero, al frívolo escrutinio de un momento, que con frecuencia provoca una sonrisa o un rechazo o mera indiferencia. Hablo de mirar una foto como quien mira un cuadro, durante un tiempo que no puede medirse con cronómetros o calendarios, el tiempo dúctil de quien pinta un atardecer a lo largo de infinitos atardeceres o el de aquellos que esperan, agazapados durante toda su vida, el instante exacto del resplandor que les justifique. Esa contemplación, que en el fondo es una búsqueda, ¿no sería una forma de intrusión en ese otro orden que nos es ajeno? ¿No serán, pues, nuestros ojos invasores -camuflados tras el objetivo y el tiempo- lo que miran esas cinco personas, preguntándose acaso el motivo de tal insistencia?

La wikipedia nos cuenta que hace más de treinta años que por ahí ya no pasa el tren y que en Andant, el pueblo, apenas quedan cuarenta habitantes. Visto desde lejos, solo son cifras. Pero la lenta despoblación de todos estos lugares nos da qué pensar. Pensamos, por ejemplo, si eso que mira el primero de la izquierda, eso que parece estar un poco a la derecha del fotógrafo, ligeramente a la derecha y hacia arriba, no será lo que, sin ruido, sin que casi nadie lo perciba, va limando con paciencia los bordes de las fotos, oscureciendo los paisajes y los rostros, devastando, centímetro a centímetro, los campos y las calles asfaltadas, terminando poco a poco con la vida en los pueblos y devolviendo al desierto lo que, acaso, siempre fue del desierto.

-Y así, la inmovilidad de la foto desborda el ámbito del papel y se expande implacable por la realidad (por este lado de la realidad). Pienso que debería ponerme de una vez a escribir algo sobre ella. Pero no se me ocurre nada. La tengo ahí, delante de mis ojos, dejándose mirar mansamente, permitiéndome atisbar cada detalle, acaso contemplándome, o contemplándose a sí misma a través de mis ojos un poco cansados. Y yo no puedo hacer otra cosa: solo mirar la foto y dejarme contagiar esa parálisis, esa suerte de espera; inmóviles ellos en su perpetuo instante desgajado para siempre del tiempo; inmóviles todos en nuestro diario periplo por las avenidas de la rutina; inmóvil yo en mi celda sin barrotes; tanto, que ni siquiera me molesto en girar un poco la cabeza, en mirar de reojo hacia atrás, a mi derecha, donde sé que se arremolina en silencio, expectante, eso que está mirando, desde la lejanía y el pasado, el hombre de la foto, eso que siempre ha estado ahí y que no puede verse; que nadie puede ver sino a través de un reflejo, una señal inequívoca en los ojos asombrados de otro, una sombra difusa atravesando océanos y décadas.

miércoles, 19 de noviembre de 2025

Primer último tren. el tren


Primer último tren. el tren

Mónica Russomanno

El tren no se detiene jamás, por fuera las cosas carecen de realidad. Sólo hay aquí el ritmo de los sacudones constantes que ya no se sienten, el ruido que forma un continuo, el olor de los vagones y la gente sentada eternamente, comiendo de envoltorios que terminan arrugados en los pasillos.

Yo camino buscando ese cine móvil, que se mueve porque el tren se mueve y se mueve porque sorprendentemente aparece a diferentes distancias de la locomotora, que, como el vagón de cola, son los hitos inmóviles que a la vez se desplazan.

Encuentro la puerta que comunica con la oscuridad. La película de ahora es japonesa. Ya ha comenzado, jamás logro ver los títulos de inicio, siempre los finales.

Hay gente en un enorme edificio rodeado por el otoño. Los jardines son memorables, tienen esa sutileza oriental en el dibujo de las ramas tenues sobre cielos blancos.

Las personas, lo adivino después, están muertas. Han llegado a un lugar de tránsito donde deben escoger un instante, el instante más feliz que hayan vivido, para pasar en él la eternidad. Tienen un tiempo para hacerlo.

Los vemos recordar, buscar, debatirse entre instantes afortunados. Hay quien fue un mujeriego desapegado, pero decide que la eternidad será un momento con su familia. Hay el joven desdichado que no puede recordar un solo momento de felicidad plena, pero descubre que puede pasar la eternidad en el recuerdo dichoso de otra persona, esa otra afortunada persona que fue feliz gracias a él. Y hay una ancianita.

Hay una ancianita, una viejita que no escucha lo que le dicen, que no responde, que en un momento hace callar a su instructor para poder oír el bello canto de un pájaro que llega por la ventana. Ancianita japonesa, minúscula viejita de manos de niña, levanta el dedito y señala la ventana, para que el joven calle y se dibuje en amarillo el trino que llega de afuera. Recoge piedritas en el jardín, y las coloca sobre el escritorio notando la belleza de esas simples piedras tan poco valiosas para la mirada del hombre que la estudia con aire preocupado.

Y el hombre estudia a la ancianita, a la minúscula viejita de rostro de muñeca cuarteada, hasta que descubre lo evidente. Dice que pensó que sería la más difícil, y es, en cambio, la más simple. Ella ya ha escogido en qué lugar pasar la eternidad. Lo ha escogido desde antes de morir. Como casi todos, se ha vuelto a la infancia, donde la absoluta y plena felicidad es posible.

Y dónde, me pregunto, adónde elegiría, yo, detener el tiempo para siempre. En qué lugar, me pregunto, pasaría yo la eternidad. Cuándo fue el momento de felicidad que desearía proyectar en el presente absoluto, futuro y pasado fundidos en un único instante continuo.

El tren se aleja, o se acerca. El tren sigue su marcha traqueteante por la llanura mientras pienso esto, sentada yo en una butaca de un vagón en penumbras.

Me sobresalta la carcajada de Oliver Reed, que ha muerto; la sonora carcajada de Oliver Reed que ha vuelto hacia atrás la cabeza, me mira con fijeza y súbitamente, bruscamente, brinda por mí bebiendo del pico de su eterna botella siempre llena.

lunes, 17 de noviembre de 2025

La primavera en ruinas


La primavera en ruinas

Jorge Isaías


Ruinas quedan de aquello que fuera el bar "La Primavera", de don Atilio Valvazón. Ladrillos comidos por un tiempo implacable, sordo, que desentona los recuerdos más antiguos y esconde a los más jóvenes las albricias de otra edad.

Allí en ese caserón que supo ser del tío Hugo Cechi, ese viejecito menudo de grandes bigotes amarillos en cascada sobre los labios, de bastón tosco, de andar cansino, que siempre veré en mi memoria caminando bajo sombras propicias del Veredón Alto, allí solían armarse las prestigiosas guitarreadas de toda la redonda.

El bar "La Primavera" -huelga decirlo- nunca fue apto para niños y mujeres.

Allí la soledad de muchos hombres encontraba el traidor sosiego de una caña, de una buena grapa, una ginebra recoltosa.

Recuerdo -creo recordar- los brillantes momentos del bar de don Atilio, cuando era visitado por "cantores", que no eran otros que los últimos payadores pampeanos.

De sombreros oscuros, como el traje y que venían en el último ómnibus de la tarde, de aquellos destartalado que hacían el trayecto Rosario - Corral de Bustos y viceversa.

Habían cubierto muchos kilómetros de polvorientos caminos y saltaban, al llegar, directamente sobre la alta vereda de ladrillos, en la mismísima puerta del bar.

De más está decir que nunca pudimos oír como se debe esos duelos populares inscriptos en la más antigua prosapia tan cara al criollaje. Algunos de nosotros -los más atrevidos desafiantes del cachetón o la paliza- espiábamos con furtiva fruición, desde la ventana de altas rejas el rasgueo entusiasta de las guitarras, entreviendo esas mantas de vicuña o el poncho sobre uno de los hombros, el traje azul inevitable, el pañuelo "gardel", la alpargata floreada o el zapato de puntas bien lustradas.

En ocasiones algunos vestían a la usanza gaucha: bombachas, corralera o saco del mismo género, la rastra ametrallada de monedas antiguas, la bota lustrada y la guitarra con su infaltable cinta celeste y blanca, no faltaba quien colocara una calcomanía de Evita o Carlos Gardel a esa madera manoseada por madrugadas y milongas.

Al final, supeditado siempre a la generosidad de los flacos bolsillos de los espectadores, pasaban el sombrero con una humildad altiva, de artistas, como si de esa espontaneidad del parroquiano no dependiera su subsistencia. Era su única paga, amén de algún vaso de tinto espeso para refrescar esas gargantas cansadas, que iba de riguroso convite.

Todo aquello, como tantas otras cosas, murió en mi pueblo.

Pero hoy he pasado por esa vereda que es la misma, ya sin aquellos viejos árboles, y una mano de acero se me asentó en el recuerdo. El techo derruido, los pisos de madera carcomidos, el óxido de tantos años ha ido pulverizando la mayor parte de los ladrillos.

El tío Hugo ha muerto. No sé quién es el propietario actual y don Atilio Valvazó, de ademán lento, de boina pelusienta, de toscanito apagado entre los labios, es sólo un recuerdo para algunos.

El veredón, aquel viejo orgullo de niños y de novias, ya no existe. El pueblo tiene ahora luces de mercurio, asfalto, algún horrible snack-bar y muchos autos último modelo, tal vez por la euforia sojera de unos años atrás.

Cuando me paré un instante en esta esquina, con mis hijas y mis años, creí escuchar por un momento el rasguido cadencioso de una guitarra, pero es seguramente la engañosa memoria, como siempre, la que se empecina tanto como ese montón de ladrillos quebrados en hacerle frente a la infamia de los años muertos.