Alberto Di Matteo
Esta
es una historia de lealtades. Ocurrió hacia fines del siglo XIX, en
una pujante República Argentina, conservadora y ganadera, pero bien
pudo transcurrir en otro contexto, el del Japón feudal del siglo
XIV, o el de los suburbios bonaerenses de comienzos del siglo XXI.
Lealtades resumidas en la figura de un solo hombre, que en alguna
otra época se llamó samurai, que en la actualidad podría
considerarse como "puntero" –en su versión más
devaluada y pragmática-, pero que hacia 1890 ostentaba el
inconfundible mote de compadrito.
El Ñato Arévalo había sido degollador de reses en el Matadero de Cañuelas, algunos años atrás, por lo que conocía el arte del cuchillo a la perfección. Por esas cosas de la vida, un mal entuerto lo había llevado a desentenderse del trabajo legalmente remunerado, para caer de lleno en situaciones poco claras, de las que había tenido que salir airoso a la fuerza, a punta de cuchillo, pero al costo de comprometer su vida futura a los designios egoístas de un tercero poderoso.
En uno de esos entreveros, su destino se había cruzado con el Don Cosme Gutiérrez, hombre fuerte del Partido Autonomista Nacional, fiel seguidor del entonces Presidente de la República, Don Miguel Juárez Celman –notable impulsor del desarrollo ferroviario-, a quien estos mal nacidos de la revolucionaria Unión Cívica –desde hacía unos pocos meses, estando ya bajo la Presidencia de Don Carlos Pellegrini, autodenominada Radical- le estaban sacando canas verdes. Don Cosme necesitaba a alguien que le cuidara las espaldas e hiciera ese trabajo sucio que, por derecha, nadie admitiría realizar. Y para eso estaba el Ñato.
Misteriosa la historia de Arévalo. Nadie supo precisar nunca sus orígenes. Algunos decían que llegó del interior, sin mayor pasado a sus espaldas que el tortuoso viaje en carreta que lo trajera de pibe a Buenos Aires, expulsado de sus pagos natales por un padrastro violento. Otros afirmaban que era un porteño de pura cepa, criado en un burdel de la Boca, hijo bastardo de alguna puta que nunca lo aceptó, y cuyo apellido fuera herencia de algún oscuro burócrata del Registro Civil. Lo cierto es que, quizá siguiendo algún destino prefijado, el Ñato dejó a su paso un par de hijos varones no reconocidos, fruto de sus azarosos amores con polacas y francesas, quienes a su vez tuvieron otros tantos hijos, así hasta llegar a la actualidad, siendo un fiel representante familiar cierto inclasificable barrabrava de Boca, oriundo del barrio platense de los Hornos, predispuesto a probar en todo momento su reciedumbre -aunque sin lograrlo de manera efectiva-, y conocido en el ambiente como el Gordo Nacho. Pero ésa es otra historia.
La que nos ocupa ocurrió a bordo de un tren. Más exactamente, una helada mañana de invierno de 1891, durante un viaje que realizara Don Cosme desde la flamante capital provincial, La Plata, en compañía de otros miembros del PAN, hacia la Estación de Tacuarí, donde uno de sus colegas del Partido, el Doctor Evaristo Vidal Ereñú, había adquirido en fecha reciente algunas hectáreas para su valiosa tropilla de alazanes, recién traídos de sus vastos campos en La Pampa. El Ñato, pegado a Don Cosme como su sombra, obviamente se encontraba a bordo del convoy.
Aún antes de abordar la formación, desde el mismo andén platense, Arévalo percibió movimientos extraños cerca del furgón. La concurrencia era numerosa, por lo que no pudo despegarse de Don Cosme hasta que abandonaron la capital. Recién entonces se dirigió al extremo opuesto del tren, hacia donde se transportaban los bultos del correo, las mercaderías que nutrirían las despensas locales, y algunas flamantes bicicletas. El frío apretaba contra sus ropas al igual que el acero, fiel junto a sus riñones. Se levantó las solapas del saco negro, por encima del pañuelo blanco que llevaba al cuello, se ajustó el sombrero por encima de las orejas, y avanzó resuelto hacia el fondo, balanceándose al ritmo del traqueteo sobre las vías.
Aunque nadie se lo hubiese explicado, el Ñato sabía que ése era su lugar. Los caudillos del PAN viajaban en primera, con una suntuosidad de estilo europeo sin proporciones para la época; lujo del que disponían a su antojo, aparentando ser grandes señores, empapados en champagne y rodeados de mujeres, pero "ignorantes" de los entuertos que sus leales servidores resolvían en el "patio trasero".
[El samurai del shogún, el compadrito del caudillo, el puntero del intendente… Las fechas se disuelven, capturadas por la misma vorágine de lealtades, atravesando las épocas, con una misma épica.]
El Ñato avanzaba resuelto hacia el fondo. ¿De dónde le venía el apodo? Ese era otro misterio; nadie lo sabía, y conocer tal secreto quizá implicase la muerte. Pero ese nombre, "Ñato", fue lo primero que escuchó al ingresar en aquel recinto estrecho, desbordante de bultos de encomiendas, bolsas con mercaderías varias, y alguna que otra gallina cacareando en una jaula desvencijada.
Arévalo escrutó el gélido aire de la mañana. Unas volutas de humo se disipaban hacia el ventanuco que oficiaba de ventanilla. Su interlocutor, oculto detrás de unos baúles, aún no lo había visto. ¿Cómo podía ser que lo reconociese? ¿Acaso era una trampa? Sus nervios se pusieron en tensión, aguardando lo que fuese que le deparara el destino.
Avanzó cauteloso, pero el otro ni se movió. Al enfrentarlo, se encontró con un hombre fornido, de baja estatura, las facciones ocultas debajo del ala del sombrero, con una mano en el bolsillo, y la otra sosteniendo un cigarro sobre la comisura de la boca. Arévalo se paró delante de él. Recién entonces, el otro volvió a hablar, sin mirarlo.
-¿Qué pasa, Ñato? -, una pausa, -¿No te acordás de mí? -, exhaló el humo, -¿De cuando jugábamos al truco en el bar de Cesio, cerca de Boedo?
Esa voz… Sus recuerdos retrocedieron un largo trecho, hasta conseguir ver unos vasos de caña recién servidos, las barajas grasientas, los manoseados porotos para contar los puntos… Un bar muy antiguo, una vaga ilusión amorosa, muchas horas perdidas sin hacer otra cosa que jugar al truco, por plata o por la vida. La nostalgia lo invadió de improviso, y cuando el otro alzó la vista, el Ñato ya sabía con quién se iba a encontrar: Nemesio Funes, apodado el "Memorioso", desde un tiempo en que ni siquiera él podía recordarlo. Supieron ser pareja no sólo de truco; también descollaron en el tango, cuando aún era un baile de hombres, en aquel burdel de Barracas, donde la madrugada los sorprendía aún sedientos de caña y de sexo. Extraños avatares los fueron separando luego, hasta que dejaron de verse, sin llegar a explicarse por qué. La lealtad entre ambos se había ido disipando, y otras lealtades se habían ido consolidando para ellos, casi contra su voluntad, encadenando sus obligaciones para con los poderosos.
Porque no cabía ninguna duda que Funes era hombre de Vidal Ereñú.
Las fantasmas del pasado lo desacomodaron durante unos segundos. Pero algo raro podía olerse en ese ambiente cerrado, casi secreto, que representaba el furgón. Algo no le cerraba al Ñato. Una mirada extraña se deslizaba bajo el ala del sombrero, a través de los párpados de Funes, quien casi sin entonación, restándole importancia a sus propias palabras, le dijo:
-El Doctor Vidal Ereñú no está tranquilo, ¿sabés? Estos radicales de mierda ya han pactado muchas alianzas, y esto al Doctor lo pone muy nervioso -. Le dio otra calada al cigarro, y soltó el humo: -El PAN se desintegra, negro. Y aunque pareciera que Don Cosme es un personaje del virreinato, que negará cualquier revolución, nadie puede saber si ha estado conversando con la oposición… Don Evaristo lo quiere de vuelta de su lado. O si no, no lo quiere.
Arévalo no lo podía creer. ¿Cómo osaban dudar de la honorabilidad de Don Cosme Gutiérrez? ¿Quién podía hacerlo sin mostrar una conciencia al menos turbia? ¿A quién querían desplazar en esta lucha? Comprendió por qué había algo que no le cerraba. Sabía que esto se tenía que resolver ahí mismo, a puro cuchillo. Que no se enfrentaban los señores, con eternas discusiones sin sentido, sino sus vasallos. Y le molestó muchísimo que el enviado para hacer el trabajo sucio fuese el "Memorioso".
-¿Cuánto te pagan para que hagas esto, hijo de una gran puta? -, masculló entre dientes, con la mandíbula tensada por la furia y la diestra volando hacia sus riñones, mientras el pucho del cigarro de Nemesio Funes caía olvidado sobre el piso del furgón.
Y allí, en el reducido espacio que les permitía aquel atestado furgón, ambos desenvainaron sus respectivos orgullos [La katana samurai, el cuchillo compadrito, la cadena puntera… Las situaciones se repiten cuando las fechas se superponen] Y se trenzaron en una danza repetida hasta el cansancio, en la que se habían conocido de memoria, como cuando bailaban tango, aspirándose el aliento y el sudor; sólo que la pasión que ahora los unía era letal. Convertidos en oscuras siluetas que se deslizaban a través de la semipenumbra de un furgón ferroviario, envueltos en el vapor de sus propios alientos condensados, desplegaban con elegancia el sutil arte de la estocada, un acero que oscilaba en el aire helado con arteras y aviesas punzadas.
Hasta ese mal movimiento, que le permitió entrarle la herida, desgarrando la carne, derramando sangre sobre los trajes enjutos, generando un grito de sorpresa y de dolor. Una mirada azorada, que clamaba por una piedad inútil en el último aliento, lo atravesó de lado a lado, al igual que el acero. El abrazo los fundió en una misma agonía, porque nada murió entre los dos, más allá de la presencia física. Un corazón se fue eclipsando sobre el traqueteo de las vías. Y un cuchillo sin mácula cayó con un débil tintineo sobre el suelo del furgón.
Así, el compadrito depositó el cuerpo de su amigo sobre uno de los baúles, sin quitarle de encima la mirada, hundiéndose en esos ojos que se vidriaban cada vez más. Limpió el acero ensangrentado en las ropas del muerto, envainó nuevamente, le quitó el sombrero y lo usó para cubrirle el rostro. Era lo menos que podía hacer, en memoria de aquel pasado en común.
Y mientras se retiraba de allí, oscilando con el traqueteo del tren, exhalando las nubes de su propio aliento y con cierto nudo en el estómago, pensó que sería una buena idea darse una vuelta por el bar de Cesio, en Boedo. Y recordar viejas épocas, mientras se tomaba una regia botella de caña en honor del caído, abatido por los rigores de lealtades que nada tenían que ver con la amistad que alguna vez los uniera de purretes.
¿Importa entonces saber si quien salió de aquel furgón, esa gélida mañana de invierno, fue el Ñato o el "Memorioso"?

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