La
antigua ruta once, el camino real para nosotros, era ancha, arenosa,
polvorienta, y desde nuestro pueblo hacia el norte, habitualmente
desolada, casi desierta; haciendo lucir desolado todo lo que lo
circundaba. Los arbustos, enredaderas, y pastos de los costados; se
veían sucios, cubiertos por el polvo que se levantaba del camino,
más por los vientos, que por el escaso tránsito de aquellos
tiempos. Muy pocas casas se animaban a asentarse a su vera, sólo
algún “boliche” o paraje, muy lejano uno de otro. Las casas de
los colonos eran espaciadas, y se presentaban bastante alejadas de la
ruta.
En la mitad del siglo veinte éramos niños, y solíamos acompañar a mi padre, en sus cortos viajes, con el traqueteante y pequeño transporte de fletes varios. Solíamos visitar colonos, llevando moderadas cargas de mercaderías, o de insumos, trayendo parte de sus cosechas, especialmente hortalizas y otros productos, que se comercializaban bien en el pueblo.
A un par de kilómetros de las últimas casas, donde un abandonado camino vecinal formaba la esquina de un pequeño lote de campo, yermo y de breves pastos amarillentos, alejado de todo vestigio de vida: se levantaba solitaria una pequeña capillita ornamental, que se erguía, no más alta que una persona, sobre una delgada columnata retorcida, de aspecto neo gótico, símil mármol, y consagrada seguramente a una deidad religiosa, alguna virgen. Nadie sabía qué conmemoraba, ni en honor a quién se había erigido, y sobre todo por qué precisamente allí, alejada de todo.
El tema es que verla siempre tan sola, causaba una sensación incómoda, revestida con algo de inexplicable temor, y nuestra imaginación infantil, nos proponía absurdas relaciones con alguna leyenda, de hechos o personas que desconocíamos; máxime que más de una vez hemos visto, a algún acompañante circunstancial de la zona, persignarse respetuosamente cada vez que pasábamos por el lugar.
Nunca pasé indiferente, ni lo hubiera hecho sin advertirlo; siempre ese resquemor, ese recelo. Y no sólo yo, en casa se contaban cosas curiosas que habían ocurrido, a quienes de noche pasaban por allí, y no guardaron tal vez el debido respeto; aunque no es que lo creyeran del todo, siempre aparecían esos temas en charlas de sobremesa, como algo gracioso, folklórico.
Recuerdo
que una noche nublada y muy obscura, nuestro pequeño camión quedó
sin nafta, y se detuvo, precisamente enfrente; aunque no podíamos
verla, sabíamos nuestra posición, porque ubicábamos las primeras y
espaciadas luces del pueblo. No podría decir que me daba miedo,
estaba al lado de mi hermano mayor, que si bien todavía era un niño,
era una compañía enorme para mí, y además estaba papá, que fue
quién se bajó y midió con una pequeña regla, cuanta nafta tendría
el tanque. Pero varias veces me descubrí escudriñando en la
negrura, a ver si veía la silueta de la capillita, y a veces miraba
fijamente. por si alguna cosa extraña se moviera cerca…
Un
jinete se acercaba al trote.
Lo escuchábamos desde una buena distancia. Papá le habló cuando estuvo junto a nosotros, aunque ni remotamente lo conociera. Le dio un billete y una damajuana de vidrio, pidiéndole que le consiguiera algo de nafta en un almacén, que estaba sobre la ruta, hacia el norte. El jinete apareció tras un largo rato, con la damajuana a medio llenar, suficiente para llegar a casa. Generoso y honesto el criollo. Luego no sé bien qué pasó. Papá le pasó un billete de poco valor como propina, agradeciéndole “la gauchada”; pero el hombre se indignó, se enojó, y lo expresó a toda voz, y era que consideró escaso el pago por el servicio.
Mi hermano y yo nos decepcionamos, ya que en principio entendimos que era un gesto generoso, y no aceptaría pago alguno por el auxilio; pero no, el hombre entendió que era una changa, y le habían pagado poco…
Todo
esto sumado hizo que nuestra avería requiriera bastante tiempo en el
lugar, que para mí era apremiante. Me avergonzaba sentir el miedo o
resquemor que estaba sintiendo, y por momentos tenía un cosquilleo y
escalofríos, hasta que volvía a serenarme viendo que ya nos íbamos
y dejábamos atrás aquel oscuro y desolado sitio. Alejándonos, y
sintiéndome algo más seguro me animé a voltearme y mirar casi
hipnotizado hacia atrás, esperando ver, vaya a saber qué misteriosa
aparición.
Tengo
en mi memoria ese percance, y aquella noche tan cerrada; donde tuve
omnipresente la inquietante cercanía de la misteriosa capillita…
Y
esto del halo singular y casi exótico, que emanaba el pequeño
santuario, estaba bastante difundido, y amalgamado a una profunda
cultura religiosa, que a su vez, de un modo curioso, se ligaba
también a un abanico de supersticiones y temores. Era evidente, al
menos entre nuestros conocidos y parientes; aunque nadie habría
querido reconocerlo, y sólo surgía si se involucraban, como pasó
con un primo mayor nuestro, que estaba viviendo temporalmente con
nosotros…
Era
todavía soltero, así que estaba en la etapa de conocer posibles
candidatas casaderas.
Acostumbraban
en la zona rural de aquel entonces, acceder a encuentros de muchachos
y muchachas, en las fiestas familiares, o en los bailes de colonia,
fiestas religiosas o cívicas, y tantos eventos domingueros o
casuales. Pero sobre todo de un modo muy recurrido en la zona: las
visitas domiciliarias; donde solos, o en compañía de un amigo, o a
veces dos, el pretendiente llegaba un sábado por la noche, “a
tomar mate”… directamente y sin invitación alguna, a una casa
elegida, donde hubiera chicas casaderas;
El juego era ir “tanteando”, a ver cómo eran “recibidos”; y no excluía que también visitaran otras casas, a veces esa misma noche, hurgando en un itinerario de selección, que concluía sólo cuando se formalizaba un compromiso, Esto podía ser una búsqueda de meses o de años, tornándose en algunos casos crónica, y como todo, ir devaluándose con el tiempo, siendo recibidos lógicamente, cada vez con menos expectativas.
No sólo los sábados, también las vísperas de fiestas, donde la otra parte también esperaba con impaciencia, qué podría depararle aquellos encuentros; que por otra parte no siempre eran tan fortuitos, a veces, ya tenían previamente alguna mirada complaciente, como un guiño, o un convite concertado.
Mi primo pertenecía a éstos últimos, visitantes “tomadores de mates”…
Un jueves por la noche, víspera del sagrado viernes santo, en que no podía realizarse ninguna actividad que no fuera de recogimiento, o adoración a Dios y a Cristo crucificado. Mamá no hubiera querido, que ninguno de nosotros saliera de casa esa noche.
-Mirá que tenés que estar de vuelta antes de las doce. No te entretengas. Acordate que pasada la medianoche ya va a ser Viernes Santo…-
-Si tía, quédese tranquila.- dijo mi primo, guiñándonos un ojo a sus espaldas, cancheramente…
Y con esa promesa, mi primo subió a su bicicleta, y partió a su visita romántica, a una legua al norte. Cuando decidió volver vio que ya eran más de las doce; y aunque nada tomaba en serio, se sintió profundamente sólo al volver por la ruta, en una noche alumbrada fantasmagóricamente por la luna llena.
A la mañana siguiente, tartamudeaba, todavía desencajado al contar, lo que él juraba que le había pasado:
Precisamente al llegar a la capillita, vio de reojo como de la misma salía un pequeño perro negro, mostrando una ferocidad rabiosa, y ladrándole furiosamente, arremetía decidido a morderle la pierna. Trató de pedalear más fuerte, pero el camino arenoso le frenaba las ruedas, y el perro lo atacaba más y más fieramente. Comenzó a defenderse arrojándole patadas, pero cada vez que le acertaba una, el perro crecía, y se hacía cada vez más grande y más aguerrido; y en un momento se había convertido en un perrazo enorme que no le daba tregua…
Se acordó entonces de rezar desesperadamente, mientras se concentraba en pedalear, y poco a poco se fue distanciando; del descomunal y fiero animal en que se había convertido, salvándose según él, por muy poco de sus filosos colmillos…
Todos trataron de hacerlo entender, que el perro habrá sido nada más que un perro, y que el miedo hizo el resto…
Pero a él nadie le hizo cambiar nunca, lo que aseguraba haber vivido.
Y muchos de nosotros entonces, sin querer, sentimos un escalofrío….
Y
yo, lo vuelvo a sentir cada vez que me acuerdo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario