Para
Rulo, la vida ha sido así desde siempre. Con sus 8 años, su cara
llena de pecas y un cabello rubio opaco ensortijado al extremo –ajena
herencia de algún misterioso ancestro familiar, perdido en la
memoria de su madre o su abuela-, contempla el acostumbrado paisaje
desde la ventanilla del vagón ferroviario donde vive su familia
desde antes de su nacimiento, y piensa: “¿Adónde podría viajar
yo en esa locomotora?”.
Ahí nomás, a una cuadra de distancia, en medio del campo, asentada sobre unos rieles oxidados que ya no la llevarán a ningún lado, se recorta la opaca silueta de una antigua locomotora a vapor, desvencijada y polvorienta, cubierta de óxido en plenitud, en compañía de otras dos máquinas, éstas diesel, tan deterioradas como la vaporera. El conjunto se halla a unos 300 metros de las ruinas de la antigua estación ferroviaria. Su papá alguna vez, uno de esos raros días en que no estaba tomado, le contó que antes, hacía muchos años, allí había una estación, como ésas donde a veces él y sus hermanitos van a repartir estampitas, calendarios o señaladores.
¡Trenes…! ¡Y tan cerca de su casa! Pero…, su casa, hoy llena de cosas propias de la familia –catres, sillas, cortinas que dividen ambientes, ropa colgada, una garrafa para cocinar y calentar el agua del mate…- había sido parte del tren, ¿no? Algo al respecto no le cierra. Quizá sea muy complicado de entender a su edad, o quizá también lo sea para su papá, que es más grande. Pero claro, Rulo no puede saber si entiende bien o no, porque toma…
Y entonces, ¿dónde podría viajar él a bordo de una de esas máquinas, tan decadentes en la actualidad, pero que habrán sido portentosas en el ayer? ¿Hacia dónde podría conducirlas a toda velocidad, para llegar mucho más rápido y seguro, sin necesidad de colarse en el colectivo cuando sube toda la gente en las horas pico, ni tener que mendigarle un lugarcito en la caja del camión al puto ése del Colombiano, cada vez que vuelven de Constitución, Once o Retiro?
El particular sonido de las sirenas o los vapores de las chimeneas, los poderosos motores bramando en medio de la inmensidad pampeana, el rechinar de los aceros sobre las vías, todo ello se dibuja en la colorida imaginación de Rulo, ansioso por participar alguna vez de una aventura semejante. ¡Iuuupiiiiiiiii!
Y en un singular ataque de espontaneidad, muy propio de los que desarrollara para sobrevivir en la calle, solo o junto a sus hermanitos, salta del antiguo asiento que transportara pasajeros y se lanza a correr, desciende por los escalones de metal y atraviesa el pajonal, alejándose de los árboles donde se encuentra asentada su casa, rumbo al mítico lugar donde se hallan las locomotoras. Ahora que sabe o imagina -¿acaso no es lo mismo?- para qué servían aquellas máquinas, ¿por qué no disfrutarlas para él solo, aunque ya no puedan moverse de donde están?
Corre como el viento hacia esos dinosaurios de metal echados en tierra, casi fosilizados entre el pajonal. ¿Cuándo habrán hecho su último viaje? ¿Las habrán extrañado sus maquinistas? ¿Sería posible hacerlas funcionar otra vez? Con tales dudas surcando su cabecita, Rulo se aferra de unos pasamanos que ya habían olvidado el contacto humano y trepa a la cabina de la vaporera, con los ojos enormes como platos.
Aunque cubiertas por la mugre, las palancas de conducción aún se encuentran allí, sin que nadie hubiese reparado en su presencia ni se las haya llevado para reducir. Rulo las acaricia deslumbrado, arrastrando un polvo ancestral con la yema de sus delgados deditos. Y de pronto, tomando con fuerza aquellos comandos, se siente trasladado hacia otro mundo, hacia paisajes desconocidos, hacia un lugar mucho mejor que éste, un rincón donde cualquier fantasía es posible…
La caldera se enciende de repente, con un fragor propio de dragones medievales. Toda la estructura vibra con un empuje contenido, deseoso de ser liberado cuanto antes, hastiado de tantos años de demora e inmovilidad. Los relojes del tablero se iluminan con un resplandor espectral, y con un brutal sacudón, la vaporera se desprende del suelo, alejándose de los rieles con un chillido maléfico, elevándose en el aire como si fuese transportada por los despóticos e irracionales brazos de un huracán.
Rulo se descubre fascinado, con una luminosa sonrisa que le ensancha la carita, ajeno al temor que la experiencia pudiera causarle a cualquier otro en su lugar. Sin saber cómo, se siente dueño de la situación, y esgrime las palancas con seguridad, sabedor del destino que les espera.
Estira la cabeza, con el viento refregándose contra sus rulos, y contempla el paisaje a su paso. Ahí está Villa Chrysler, con sus casillas de material improvisado y cientos de sogas donde cuelga ropa más que humilde, preciso lugar donde muchos años antes hubiera una enorme fábrica de automóviles –según le contase el Colombiano, que a su vez le contara el Ñato Ardiles-. Y más allá del paredón, el Cementerio de La Tablada, con sus monolíticos panteones, sus cruces de mármol y madera, sus estatuas y monumentos, su impiadosa tristeza. Y hacia atrás, la imponente y mafiosa mole del Mercado Central, donde deambulara más de una vez en compañía de su papá y alguno de sus hermanos mayores, en busca de las sobras de los cajones que no se vendían.
La vaporera asciende vertiginosa, en medio de una nube de polvo acumulado durante décadas. Entonces Rulo consigue divisar el perfil de Ciudad Evita, esa señora que según su mamá “era tan pero tan buena; casi una santa, mire… Ya no existen seres así, aunque debería haberlos cada tanto. Seres que se acuerden de los pobres, que nada tenemos, ni esperamos casi…” Rulo apenas entiende lo que quiere decir eso, pero no importa; hay que disfrutar del paseo. ¡Cuando se lo cuente a los pibes en la escuela, la cara que van a poner!
El calor de la caldera lo hace transpirar como si fuera verano, sin que suelte las palancas por nada del mundo; el esfuerzo bien vale la pena. ¿Cuándo podrá volver a subirse? ¡Quién sabe! Y otra pregunta se formula delante de los ojos, aunque signifique algo menos interesante que lo que está disfrutando: ¿Y cómo va a hacer para volver a su casa? ¡Qué importa! Ya encontrará la manera de colarse en algún colectivo…
Entonces siente algo contra su pierna, tan adherente como el roce del viento sobre su cabeza y sus brazos desnudos. Y al mirar hacia abajo, el mundo a su alrededor parece desmoronarse. Hasta casi percibe que la vibración de la caldera de la vaporera comienza a disminuir drásticamente, hasta casi desaparecer, y la sensación de vuelo comienza a aquietarse, como si jamás se hubiesen movido del lugar en el que se encuentran varados… Todo por mirar hacia abajo, hacia esa cosa que trepa por su piernita en completo silencio, enmudeciendo a su paso el rugido del viento y del motor a vapor. Hacia esa culebra oscura y viscosa que saca la lengüita y lo contempla con ojos fríos y letales…
La sonrisa de Rulo se extingue de inmediato, asustándose como si nunca hubiese conocido un bicharraco semejante. Claro, las que conoce siempre fueron vistas de lejos, en alguna charca, y con una vara de por medio que lo mantuviese a resguardo. Pero esto para él era tan desconocido como peligroso. Y lo impactaba con una única y lacerante duda…
¿Lo picaría?
La vaporera yacía en el mismo lugar de siempre, la cabina seguía estando cubierta de mugre, y el mundo no se había movido un centímetro. La realidad seguía siendo tan cruda como siempre. Pero ahora, mucho más amenazante…
Entonces, emergiendo de lleno de su propio ensueño, y antes de que la culebra alcanzase a llegarle a la ingle, giró con violencia la cabeza hacia atrás y aulló:
-¡MAAAMÁÁÁÁÁÁÁÁ!

Muchas gracias!
ResponderEliminarGracias a ti. Un saludo.
Eliminar